Por Miguel Valera
I
Nos encontramos una tarde de enero en Los Portales del puerto de Veracruz. Era un día caluroso. La brisa marina ya acariciaba las palmeras del zócalo y buscaba los rincones de las añejas paredes de la iglesia Catedral, ese templo desde donde suben al cielo plegarias llorosas, pidiendo paz, tranquilidad, bienestar.
“Ahí estuve un rato, antes de venir contigo a tomar esta cerveza”, me dijo Samuel. “Yo no era creyente, pero a raíz del secuestro de mi hijo me he tenido que agarrar de todo. La fe me ha fortalecido. La verdad le doy gracias a Dios que mi hijo salió con bien de esto, pero ahora todos vivimos con miedo, con terror. Tuvimos que abandonar la ciudad en donde vivíamos, en donde habíamos construido nuestras vidas”.
Leo sus manos, sus expresiones corporales. En algunos momentos sus ojos se humedecen, pero contiene las lágrimas con fuerza, con dolor, con coraje. Aprieta los dedos de su mano derecha, mostrando las venas de su brazo, crispado por la rabia. Quisiera azotar el puño en la mesa, pero se contiene.
En vez del puñetazo suelta la frase: “No le desearía esto ni a mi peor enemigo”. Parece una frase elaborada, el lugar común de la expresión verbal, lo primero que sale a la mente, pero en Samuel viene del fondo, del interior, de la experiencia en carne propia.
II
Decepcionado de las autoridades de procuración de justicia que no resuelven nada, dice que ha investigado por su cuenta. “Sé quiénes son, sé cómo operan, sé cómo se mueven y he tenido deseos de matarlos o de matar a uno de sus hijos, para que sientan lo que se siente”, dice contundente Samuel.
Pedimos la segunda Corona, fría, helada. Como que quiere entrar norte, añade, para cambiar de tema, para hablar de algo más amable. Pedimos quesillo, ante el acoso de uno de los vendedores que abundan en el zócalo jarocho.
El puerto le ha asentado bien a Samuel. La normalidad está regresando a su vida. “Vivimos para contarla”, comenta, pero ha pensado incluso en abandonar el estado, ante esta situación de violencia e inseguridad. “Nadie está a salvo”, me dice, mientras un vendedor de relojes y de habanos, supuestamente cubanos, nos ofrece mercancía.
“Vienen directito de la aduana, jefe. Acaban de bajar del barco, lléveselo, es el último paquete, barato, barato, mi patrón”, suelta, mientras intercambiamos miradas de asombro por la facilidad de sus mentiras.
Inquieto como siempre ha sido, Samuel me cuenta que empezó a atar cabos, a investigar a distancia, preguntando con amigos y conocidos y logró saber quiénes secuestraron a su hijo.
“Ahí andan en la ciudad, como si nada, protegidos por las autoridades, como si nada y la verdad, repite, he tenido deseos de matarlos o de matar a uno de sus hijos para que sientan lo que se siente. Nos destrozaron la vida. Nos quitaron todo lo que teníamos y nos dejaron con el terror y la angustia de esta experiencia”.
III
“La gente no es buena. La gente es mala y siempre busca chingarte y hay gente como esa que se organiza para destruirte la vida. La verdad no se vale. Yo quisiera quitarme este odio que me han provocado, pero no puedo. Entro a la iglesia, como hace rato que pasé a Catedral y le pido a Dios que arranque de mi esta furia, pero no puedo. Si pudiera les haría daño a estos que me secuestraron a mi hijo”.
Samuel es uno de los miles de veracruzanos que se han visto afectados por la inseguridad y la violencia en la entidad. Robos, secuestros, asesinatos, son el pan nuestro de cada día de norte a sur. La violencia genera violencia y una espiral de sentimientos que dejan heridas y lastimadas a las personas.
“Vente”, me dice Samuel, “vamos a tomarnos una nieve del Güero-Güero, son las mejores, es lo que más me gusta del puerto”. Cruzamos la calle, iluminada por rayos de sol rojizos y nos topamos de frente con una señora que nos invita a tomarnos la presión arterial.
“La he tenido muy alta señora, gracias”, dice Samuel. “Yo la conozco”, le digo. “Es usted la señora que toma la presión en el parque Juárez de Xalapa”. “Así es mijito, pero ya me vine al puerto de Veracruz, me gusta más acá”, me contesta.
Le pido que nos tome la presión a ambos y luego de darle su propina, nos acercamos al local de nieves “Güero-Güero” y pedimos una de guanábana y otra de zapote mamey.
“Mira, algo dulce para tanta amargura”, me dice Samuel mientras observa el ir y venir de la gente en el semáforo de la calle que lleva al Malecón.
“Gracias por escucharme”, concluye, y nos abrazamos, deseándole que pase pronto, muy pronto, esta triste experiencia de su vida.
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